Fernando se
dirigía a la universidad. Salamanca estaba fría mientras caminaba por sus
calles, mientras Escuchaba cómo las
hojas caían y los perros que sin motivo alguno ladraban. Así eran las caminatas
de Fernando, causando ruido por cada calle transitada. El eco de los perros se
escuchaba en las calles que rodeaban el trayecto de Fernando. La ciudad entera
ladraba y los árboles parecían rendirse con sus pisadas. No le agradaba mucho,
pero con el tiempo se acostumbraría.
Al llegar a la universidad sintió el primer día sobre él y no sólo por el
lugar en donde se encontraba: la responsabilidad caía sobre sus hombros como
ninguna otra ocasión en su vida. La
carrera de Derecho era de prestigio ya que era la mejor que se podía elegir y la
que mejor oportunidades le podría brindar. En la ceremonia de bienvenida a los
de nuevo ingreso, les explicaron en lo que consistía su carrera, la importancia
de su trabajo y, por supuesto, los horarios. La biblioteca era un lugar que le
interesaba mucho a Fernando. Prácticamente ésa fue una de las razones por las
cuales quiso entrar a Salamanca. La biblioteca prometía mucho, y lo comprobó
cuando, por la tarde, después de rondar por los corredores, encontró la entrada
a la biblioteca. Nunca había visto nada parecido. “Esta es la razón por la cual
es la más preciada del imperio”, pensó mientras respiraba ese olor a libros
sabios. Era importante que localizara los libros que iba a emplear para la
carrera para facilitar su búsqueda, evitar contratiempos ya que los libros eran
pocos. Había más alumnos que libros.
Pasaron las
horas entre las páginas y los tomos. No sólo le interesaba la materia política,
sino que admiraba a un poeta italiano: Petrarca. Mientras buscaba más poemas
del italiano, un ruido le sobresaltó. En realidad, no estaba solo en la
biblioteca, como él creía. Ya era noche y la reunión nocturna para los nuevos
ingresos estaba en curso. Un olor a flores, un olor cálido y dulce, lo iba
dirigiendo a el origen del ruido. Era esbelta, alta, un cabello negro y tez
morena. No hablaron, en realidad, pero en sus ojos ya habían hecho una promesa.
No fue una mirada típicamente normal. -Me llamo Elicia- dijo la flor negra que
tenía frente a él. -Soy Fernando.- dijo entre suspiro y susto-¿No deberías
estar en la festividad? La biblioteca no es muy interesante en este momento...
por lo menos, no lo era- confesó Fernando mientras se acercaba cada vez más a
ella. -En realidad, me dirigía hacia allá, cuando tropecé con la mesa. Mi
vestido se atoró con una astilla.- Lo dijo reflejando vergüenza, pero él no se
fijaba en su rostro rojizo: sus labios lo tenían cautivo. Sin pensarlo (pensar
fue una cosa que hizo mucho después) la tomó entre sus brazos y la besó. Ella
no puso resistencia. Después de un beso, ella se apartó- Voy a la reunión,
¿vienes?- Mientras caminaban hacia la salida de la biblioteca, Fernando notó
que traía libros en la mano- Adelántate, devolveré éstos.- Estaba buscando los
estantes correctos, desesperado ya que la mujer flor lo estaba esperando. Cuando
encontró el lugar correcto, dejó los libros. Sin embargo, hubo uno que le llamó
la atención. El libro sin pasta del fondo no tenía la etiqueta de la
biblioteca, y tampoco tenía autor. Parecía una obra de teatro donde el último
capítulo estaba incompleto. Invadido por la intriga, se llevó el manuscrito.
Cuando llegó a la reunión, lo primero que hizo fue buscar a Elicia. No la
encontraba por ningún lado, por lo tanto decidió esperarla. Tomaba vino tinto,
mientras platicaba con sus futuros maestros y colegas. Estaba realmente
entusiasmado por iniciar. Se dirigió una vez más a la zona donde tenían las
bebidas. Mientras se servía un poco más de vino tinto, observó a la mujer flor
que llegaba a la reunión. Pero no llegaba sola. Un joven, de seguro futuro compañero
de clase, alto, con barba (realmente imponía su presencia), la tomaba de la
cintura y la besaba. Se acercaron a las bebidas, donde estaba Fernando. La
mujer flor parecía no conocerlo.
Fernando se dirigió a las habitaciones de la universidad. Cuando encontró
la suya, estaba vacía. Aún no regresaba ninguno de la reunión. Un sentimiento
de frustración e ingenuidad lo invadieron. No podía hacer nada más que pensar
en aquella mujer flor que lo había humillado. Dejó el libro que había tomado y
lo colocó junto con sus libretas. Mientras el tiempo pasaba de manera irreal y
mentirosa, la puerta de su habitación se abrió. -¡Hola! ¿Qué tal la reunión,
eh?-. Fernando no escuchó nada. El joven que había besado a la mujer flor, el
que la había tomado de la cintura, estaba saludándolo. Su compañero de cuarto
empezó a desvestirse para dormir- ¿Cuál es tu nombre?- preguntó mientras hacía
esfuerzo por quitarse los pantalones.- Fernando, ¿cómo te llamas?-. En
realidad, no quería saber su nombre. No le interesaba en absoluto. La mujer
flor tampoco existía para él- Hernán – dijo mientras sacaba toda su ropa y la
acomodaba en los cajones.- Mucho gusto- dijo Fernando.
La criatura que más quería desaparecer en ese momento estaba dormido un
metro de él. Pensó en un millón de posibilidades para desgraciarle su siguiente
día. Empezó a revisar sus libretas: la firma “Cortés” estaba por todas partes.
Claramente, su ego era envidiable. Fernando ya había perdido las fuerzas, y
destruir sus libretas le pareció infantil. Antes de dormir, recordó el
manuscrito que había encontrado. Al abrirlo en la primer página, leyó el nombre
“Celestina”. Leyó todo lo que alguien ya había escrito. Estaba inconcluso. No
encontraba lápiz, así que tomó el de Hernán. Empezó a escribir lo que a ese
libro le faltaba. Lo único que le quedaba era escribir. Como dedicatoria
escribió: Para la mujer flor, robada como este libro. En la primera
página se leía “Fernando de Rojas”.
Helena Colombé
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